jueves, 19 de mayo de 2011

Desactivar el conflicto del suelo

Los acontecimientos que han sobrevenido al temporal invernal han atizado, sin duda, la compleja hoguera del conflicto en el uso del suelo. Los millones de damnificados que perdieron su patrimonio bajo el agua, se han sumado a quienes reclaman la restitución de tierras, a la demanda gubernamental de suelos urbanizables, a los movimientos subrepticios para incitar acciones de hecho como las de Urabá y a los ambientalistas que exigen la protección de áreas ecológicas. Factores que han puesto a prueba la institucionalidad, para enfrentar un urgente reordenamiento territorial, que equilibre variables productivas, alimentarias, ambientales y de desarrollo humano, pero que, además, frene el colosal proceso urbanizador.

Ese es el descomunal reto del Estado para las décadas venideras. Hondura que será abordada en el próximo Informe de Desarrollo Humano del PNUD para Colombia, en el que decidimos consignar la visión del sector ganadero. La nuestra es una apuesta por un mejor futuro para el desarrollo rural, que pasa por el reordenamiento espacial de la producción agropecuaria, ambiental y minera. Los objetivos: aumentar y reubicar áreas de cultivos, reforestar, habilitar instrumentos para las compensaciones ambientales minero-energéticas, cerrar la frontera agropecuaria, demarcar el suelo urbanizable y las zonas de reserva y modernizar la producción agrícola y pecuaria, bajo criterios empresariales y ecológicos.

Esa ha sido la propuesta de los ganaderos desde principios del milenio. Y, en su condición de mayor usuario de la tierra rural, anunció en 2004 su intención de reconvertir no menos de 10 millones de hectáreas hacia usos forestales, agroalimentarios o de producción de biocombustibles y avanzar hacia sistemas intensivos de producción, ambientalmente sostenibles, sobre 28 millones de hectáreas con más del doble de la carga animal para 2019. Tarea que ya inició, con la instauración de sistemas silvopastoriles, que han demostrado sus bondades, para corregir prácticas nocivas del sector, hacer uso sustentable de la tierra e incrementar producción y productividad.

El proyecto es ambicioso y busca expandirse a un millón de hectáreas. Pero plantea desafíos al modelo de desarrollo económico, en los que la institucionalidad y los recursos, son claves para hacer posible la transformación del paisaje agropecuario. La “tasa de retorno” podrá medirse en términos de una mayor producción de bienes agroalimentarios, como también de materias primas para la generación de biocombustibles y como fuente de prestación de servicios ambientales, atada a la contención del cambio climático y el cumplimiento de las metas sugeridas en Copenhague.

Pero la transformación espacial del campo debe involucrar a todos los poseedores de la tierra rural, para favorecer un proceso racional e individual de reorientación productiva. Y, sin duda, la vía más expedita es la política fiscal, en dos componentes: el Avalúo Catastral y el Impuesto Predial. La invitación es a construir un sistema impositivo virtuoso que más allá de establecer las rentas prediales, sirva para orientar el desarrollo territorial y la transformación productiva, que sea percibido como un aliado del bienestar de los trabajadores del campo y su entorno productivo y no como una sobrecarga, que frene las decisiones de producción, inversión, ahorro, consumo, generación de empleo y reducción de la pobreza.

Sólo en la medida en que el sistema privilegie a los productores que destinan la tierra a sus usos potenciales, bajo condiciones sostenibles y sustentables y que, por otro lado, consulte la capacidad de pago real de los contribuyentes para asumir las cargas tributarias, la ruralidad podrá trascender a un entorno de desarrollo económico, social y ambiental, capaz de desestimular la “tierra ociosa” o vinculada a usos irracionales y, de paso, desactivar la violencia y las actividades ilícitas, que convirtieron la tierra en un activo de acumulación patrimonial.

*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN.


lunes, 9 de mayo de 2011

Los embelecos de la izquierda

No son desconocidas las intenciones de muchos columnistas, de crear desasosiego en torno a la marcha y continuación de la política de seguridad democrática, como tampoco la de hacer mella sobre las actuaciones de la Fuerza Pública. Pareciera que obedecen, por la simultaneidad y la temática, a un plan preconcebido para crear entre los colombianos percepciones que distorsionan la realidad. Infortunadamente son propósitos que cabalgan en algún lunar negro, y, sobre ellos, generalizan y desdibujan los avances que con tanto dolor y dificultad Colombia ha trasegado en la última década. ¿Le conviene al país esta desmedida aversión a las políticas de seguridad y paz? O mejor, ¿a quién le conviene crear un caos en esos frentes?

No se trata de desconocer principios fundamentales, como el ejercicio de la libre opinión, ni tampoco de minimizar los hechos que han ensombrecido la acción del Estado o de la Fuerza Pública. Claro que problemas y distorsiones han ocurrido. Lo no creíble sería que no hubiesen sobrevenido. Tampoco se trata de un respaldo emotivo a unas políticas e instituciones que están haciendo viable vivir y ser próspero en el campo –aunque aún no en las proporciones deseables por la coexistencia de otros factores–.

No se puede desconocer que aún se mantienen los factores generadores de violencia: una guerrilla que eligió la vía del narcotráfico para subsistir, y unas bandas criminales que también hacen del narcotráfico su modus vivendi. No nos llamemos a engaños. Mientras subsista el narcotráfico y su inagotable flujo de dinero, habrá corrupción y violencia. Y en esa misma medida la efectividad de la Fuerza Pública para darle el golpe de gracia a estos generadores de violencia, se verá disminuida. El país no puede enredarse en la pragmalingüística.

Existen otros elementos de fondo, que son desdeñados por estos columnistas, que afectan la paz y la seguridad. Me refiero a la incapacidad de la sociedad para visualizar y asumir los escenarios del posconflicto.

¿Qué buscan entonces estos columnistas? No se me ocurre otra cosa que el debilitamiento institucional y en especial el de la Fuerza Pública, y polarizar al país en lo político y en lo social. El tema de la tierra es un ejemplo por excelencia de esta intencionalidad. Pretenden convertir la tenencia de la tierra en una bandera política y volver a las discusiones ideológicas de los años 60´s, cuando hoy la dinámica económica y social en el mundo indica que está debe verse como un activo productivo. De hecho, el narcotráfico la convirtió en un activo de acumulación patrimonial estratégico que defiende a como dé lugar –utilizando a las guerrillas y a las bandas criminales, hasta utilizar las más censuradas prácticas como es el uso de las minas quiebra-patas–.

Colombia no debe dejarse llevar por esos embelecos. No podemos olvidar que la paz es el fin último de todo ese esfuerzo que se ha realizado por muchas décadas. Lo realizado en los últimos años es lo que más nos ha aproximado a la paz. Lo peor que le puede pasar al país es atizar la violencia. No podemos entrar en el juego de debilitar la capacidad ofensiva de las instituciones, porque ello nos conduce a incrementar los factores de inseguridad, estimulando de esta manera el círculo perverso de atraso, pobreza y marginalidad en nuestros campos. Hay mucho en juego.

* Presidente ejecutivo de Fedegán.


lunes, 2 de mayo de 2011

CARcomidas por la politiquería

No son miles. Son millones de colombianos los que hoy padecen los efectos del cambio climático que experimenta el mundo. El cruento invierno, precedido sin espacio de tiempo por los devastadores efectos de El Fenómeno de la Niña, ha destruido miles de viviendas adicionales, miles de hectáreas productivas, la muerte de muchos animales, la pérdida de cosechas y productos agropecuarios y el deterioro de una vieja red vial. El Ideam lo había advertido: este invierno, que culminará en junio, será aún más fuerte. En el pasado había avisado sobre la agresividad de los Fenómenos de El Niño y de La Niña, como también ha notificado que estos serán cada vez más recurrentes. A pesar de ello, Colombia sigue hoy padeciendo la grave tragedia de la indiferencia de las entidades encargadas de prevenir los efectos de tales fenómenos y del afán clientelista en las mismas y en los gobiernos locales.

Son problemas que nacieron con las mismas Corporaciones Autónomas Regionales, CAR. La Constitución del 91 le entregó expresamente al Congreso la función de reglamentar la creación y funcionamiento de estas entidades dentro de un régimen de autonomía (Art 150-7). Boquete que fue aprovechado para que en la Ley 99 de 1993 (por la cual se crea el Ministerio del Medio Ambiente, se reordena el Sector Público encargado de la gestión y conservación del medio ambiente y los recursos naturales renovables, se organiza el Sistema Nacional Ambiental, SINA, y se dictan otras disposiciones), se incluyera la naturaleza jurídica y los órganos de dirección y administración de las CAR (la Asamblea Corporativa, el Consejo Directivo, y el Director General), todos bajo una óptica netamente burocrática. Quedó excluida de todo ese laberinto jurídico la Corporación Autónoma del Rio Grande de la Magdalena que quedó dentro del Régimen Especial (CN, Art 331).

En la conformación de este engranaje de la política ambiental colombiana se refundió, infortunadamente, el principio de que las CAR tenían jurisdicción sobre territorios que conformaban un ecosistema o tenían unidad hidrogeográfica, para darle paso al concepto territorial (divipola), rompiéndose el concepto de unidad de las cuencas hidrográficas. En otras palabras, la politiquería pudo más que los principios ambientales, y se crearon así 15 nuevas entidades cuyos nombres, estoy seguro, nadie conoce, completándose un total de 33 CAR.
Supongamos, en aras del debate, que se requiere tanto Estado como el tamaño de los problemas a resolver. Indiscutiblemente la dimensión de las tragedias nos dice que eso no es así. ¿Tienen las CAR directa responsabilidad por no haber obrado con la diligencia y oportunidad? La respuesta es SI.

Los numerales 18 y 19 del Artículo 31 (Ley 99/93), no dejan espacio a la duda sobre su responsabilidad. Señalan, como funciones de las CAR, “Ordenar y establecer las normas y directrices para el manejo de las cuencas hidrográficas ubicadas dentro del área de su jurisdicción, conforme a las disposiciones superiores y a las políticas nacionales” (numeral 18); y “Promover y ejecutar obras de irrigación, avenamiento, defensa contra las inundaciones, regulación de cauces y corrientes de agua, y de recuperación de tierras que sean necesarias para la defensa, protección y adecuado manejo de las cuencas hidrográficas del territorio de su jurisdicción, en coordinación con los organismos directores y ejecutores del Sistema Nacional de Adecuación de Tierras, conforme a las disposiciones legales y a las previsiones técnicas correspondientes” (numeral 19). Más claro no podía ser.

Pero además señaló que debían “Ejecutar, administrar, operar y mantener en coordinación con las entidades territoriales, proyectos, programas de desarrollo sostenible y obras de infraestructura cuya realización sea necesaria para la defensa y protección o para la descontaminación o recuperación del medio ambiente y los recursos naturales renovables” (numeral 20).
No sólo eran responsables de morigerar el impacto sino de coordinar institucionalmente las acciones. Por eso es que las inundaciones que se registraron en la Sabana de Bogotá y los Valles de Ubaté y Chiquinquirá, como lo señaló Fedegán, se debió a la descoordinación, negligencia e imprevisión de las CAR que les correspondía abrir los aliviaderos que ayudan a desaguar el río Suárez por las compuertas de Tolón, cerca de Chiquinquirá. Esta imprevisión contribuyó a inundar la región productora de leche más importante del país, la cual quedó inhabilitada para abastecer con este alimento a buena parte de Colombia. Y no sería extraño que un evento similar ocurra con la represa de Urrá, que hasta el momento de escribir estas líneas no se había regulado su capacidad en previsión de las lluvias que caerán en la región próximamente, y que en años anteriores la negligencia causó graves estragos.

El Decreto que promovió el Gobierno Nacional para modificar el régimen de las CAR (Decreto 141 de 2011), y que la Corte Constitucional tumbó, la verdad es que no era mucho lo que iba a solucionar el problema de fondo de las CAR. Dicha norma no lograba, en ningún momento, extirpar de estas entidades el clientelismo y la politiquería.

Más aún, su entronizamiento en el orden institucional es tan fuerte que las mismas funciones de sus órganos de administración quedaban prácticamente intactas, es decir, con el poder de crear una fronda burocrática y, desde luego, con las platicas (rentas de las CAR). Así las cosas, ¿cuál prevención contra desastres ambientales tendríamos los colombianos hacia el futuro? Ninguna.

Para cerrar con broche de oro, la tragedia ambiental y la intención de modificar a las CAR se da en un año electoral. Ya el Ministro de Agricultura no vaciló en calificar de morrongos a los alcaldes que no han procedido con la debida celeridad a entregar las ayudas, pero lo grave es que van en camino muchos recursos para soliviantar la situación de los damnificados que, muy seguramente, serán feriados en la conquista clientelista electoral. Ese es el sino de nuestro arreglo ambiental.


Presidente ejecutivo de Fedegán