viernes, 28 de septiembre de 2012

¿Latifundios?

Por: José Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie

El preámbulo de los diálogos de paz, ha servido para volver a identificar el errático discurso de las FARC en torno al tema central de las negociaciones: la “tierra”. En palabras de alias “el médico”, el país necesita 5 reformas agrarias, la Ley de Restitución de Tierras es inútil y las FARC es inocente del éxodo de campesinos y la contrarreforma agraria. No es difícil advertir los problemas que nos esperan en Oslo. No sólo porque las afirmaciones provienen de quien hizo posible el preacuerdo y hoy oficia como heredero de “Jojoy” y del aparato militar de las FARC. Sino, además, porque se trata de la misma visión de hace 50 años. Una que aún divaga en el espejismo de los latifundios y rehúye la responsabilidad en el despojo y reacomodo de la propiedad rural a sangre y fuego.

¿Realmente hay latifundios en manos de propietarios y herederos legales de la tierra? Cierto es, que no son todos los que dicen, ni de la magnitud que se especula. Creo que no hemos podido pasar la página de La Colonia, cuando se podía sostener la premisa de la concentración legal de la propiedad. Desde hace décadas asistimos a un permanente fraccionamiento de la tierra, que nos condenó a una estructura de minifundio y pequeña propiedad. Una realidad que admite el gobierno, cuando asegura que el 62% de los propietarios en el campo tiene menos de una UAF.

En 1964 Miguel Santamaría Dávila –entonces Presidente de Fedegán– ya señalaba el fenómeno, a propósito de los debates de la “Alianza para el Progreso”. Sostenía que el diagnóstico de la concentración –con información catastral– era falso. En el registro aparecían propiedades gigantescas que en realidad habían sido divididas en herencias, parcelaciones, ventas o invasiones. Cálculos que corroboró Enrique Peñalosa, Gerente del Incora de la época. ¿Qué le hace pensar al país que esas dinámicas de parcelación se detuvieron? Más aún, si las advertencias no impidieron la reforma agraria y muchas fincas fueron “incoradas”, aunque estuvieran debidamente explotadas. Me pregunto ¿cuál sería hoy la suerte de la propiedad rural, debidamente adquirida, si prosperan las 5 reformas agrarias que exigen las FARC?

Pero si el predominio del minifundio y la pequeña propiedad es real, no es menos cierta la violenta colonización de grandes extensiones por parte de guerrillas, paramilitares y narcotraficantes. Basta cruzar los mapas del desplazamiento y la presencia de estas fuerzas, para señalar a los verdaderos despojadores. Los mismos que hoy operan ejércitos anti-restitución, para conservar –en testaferros– territorios estratégicos que sirven a sus propósitos políticos y militares, ostentar activos de acumulación patrimonial o para siembra de ilícitos.

Aunque las cifras del despojo son inciertas, sabemos que un 40% de los municipios vivió la cohersión, las masacres y la expulsión como vías de hecho, para que capitales ilícitos englobaran pequeñas propiedades en grandes fundos, que sumados podrían representar una tercera parte de las mejores tierras del país. Ahí están los terratenientes, contra los que apenas hemos podido extinguir 52.516 hectáreas en una década de vigencia de la Ley de Extinción de Dominio. La otra herramienta: la Ley de Restitución de Tierras está en ciernes, pero ya los propios usurpadores le hacen zancadilla, aunque “reivindican” la tierra como bandera de lucha.

No podemos equivocarnos. Los negociadores deben tener claro el problema: ¿Cómo vamos a manejar el microfundio y la pequeña propiedad? ¿Cómo vamos a detener el fraccionamiento anti-económico de la tierra, en momentos retadores desde lo global? Un mal paso puede cambiar la suerte del país rural y no precisamente para bien. No queremos volver a recoger los pedazos de una reforma agraria expropiatoria, contraria a toda lógica económica y social ¿Será que después de 50 años repetimos la historia, por no saber leer la coyuntura y los desafíos de la tierra?

*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN.

viernes, 21 de septiembre de 2012

¿Quiénes ponen… para la paz?

Por: José Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie
 

Los resultados de las encuestas realizadas en las últimas semanas por Invamer Gallup o Ipsos-Napoleón Franco, revelan la otra cara que se oculta tras la euforia por los diálogos de paz con las FARC. Si bien la mayoría de los grandes empresarios acepta los acercamientos, otro es el ánimo cuando se consulta por sus costos y su verdadera disposición al sacrificio, contante y sonante, por la paz. Todos quieren, pero el “sí” es condicional y a diferencia del sector rural –el único que quedó obligatoriamente embarcado en la negociación– ningún otro parece querer ponerle el pecho a esta delicada encrucijada. 

El 65% de los grandes empresarios no está dispuesto a poner un peso en nuevos impuestos para financiar el acuerdo. La mayoría (49%) no incorporaría exguerrilleros en sus nóminas y más de la mitad vislumbra una altísima probabilidad de fracaso en los diálogos. El 52% ni siquiera “cree en la voluntad de paz de las FARC” y sabe que utilizan esta vía para “fortalecerse militarmente”. Pero, eso sí, les parece bien (76%) negociar una “reforma agraria” con la guerrilla. Es un “compromiso” de “dientes para afuera” y siempre y cuando sus intereses –el modelo económico o la inversión extranjera– estén a salvo. El precio lo paga otro: la ruralidad.

Se trata, sin duda, de un estrabismo que les impide ver hacia su propio patio, o tal vez, una manifestación de su clásica actitud de “lavarse las manos”. Mientras tanto, cantos de sirena hablan de un crecimiento de 2 puntos en el PIB, cuando sabemos que sólo lo veremos 20 años después. No entiendo cómo es posible que el empresariado citadino, que nunca ha padecido de frente los efectos de la guerra, en términos de pobreza, abandono, sangre y fuego termine por decidir el futuro del campo, mientras éste es relegado a convidado de piedra.

La paz “negociada” –tan aplaudida en las urbes– no puede hacerse en el aire. Su precio, siendo optimistas, podría alcanzar los $500 billones en los próximos 20 años, según cálculos de Mindefensa, para mantener activa la Fuerza Pública –que bajo ninguna circunstancia puede dejar de operar– y acometer las reformas inclusivas que exigirá la guerrilla. También está de por medio la desmovilización –150.000 hombres y niños entre combatientes, milicianos y raspachines–, para transformar zonas de cultivos ilícitos, limpiar campos minados y hasta para sufragar la entrada en política de los guerrilleros.

Son parte de los sapos que tendremos que tragar –para no mencionar los de Justicia Transicional– y que pretenden desconocer los sectores estusiastas y la comunidad internacional. Entonces, ¿A qué se referían algunos analistas cuando afirmaban que el país estaba listo para negociar? ¿Está dispuesto el gran empresariado a girarle un cheque en blanco al gobierno, a cambio de transitar por una senda de obligaciones también para ellos y no sólo para el campo? O ¿Acaso ya sopesaron el costo que va a pagar la ruralidad, en términos de mayor inestabilidad social y económica, por cuenta de la reforma agraria expropiatoria, que es el verdadero interés de las FARC?

No se trata de hacer oposición al gobierno, sino que desde el campo se pueda ejercer el derecho a “la voz”, a una veeduría racional, democrática y responsable, por ser el único sector “empeñado” en la agenda que se pactó. Es parte de sincerar el debate y de tomarle el pulso al “compromiso por la paz” de todo el país. El campo exige responsabilidades de parte y parte, identificar ¿A quiénes y qué vamos a sacrificar? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar como sociedad? y ¿Cuál será el costo y el aporte de los sectores urbanos? Los mismos que hoy miran las negociaciones con un doble rasero: sin compromisos para ellos, pero muy laxo en concesiones desde la ruralidad. El campo no puede ser el único sacrificado.


*Presidente ejecutivo de FEDEGÁN.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Los mitos sobre la tierra

Por: José Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie

En pocas semanas Noruega servirá de escenario para echar a andar el Acuerdo General que se pactó con las FARC y el “acceso y uso de la tierra” volverán al ojo del huracán. Son los inamovibles en las exigencias del grupo armado. Lo fueron en La Uribe, en Tlaxcala y en El Caguán y reaparecen ahora, con su añeja y reduccionista visión ideológica, que atribuye a la estructura de la tenencia de la tierra todos los males de nuestro subdesarrollo. Es hora de desmontar prejuicios y desmitificar la riqueza fundada en títulos rurales, que tanto daño le ha hecho al campo colombiano.

Aceptemos que la concentración de la propiedad rural fue una realidad en la Conquista y la Colonia, pasando por nuestra vida republicana hasta los albores del siglo XX. Sirvió como bandera política de populistas, sectores de izquierda y revolucionarios, pues representaba poder político y riqueza. Pero las transformaciones globales alteraron las dinámicas de la economía y los sistemas de producción, incluidos los rurales, dejando como saldo los anacronismos que nos llevaron por más de medio siglo de reformas agrarias fallidas.

Hoy sabemos que, en comparación con los sectores urbanos, la tierra rural no vale tanto, su concentración es relativa, no produce la riqueza que se le atribuye, ya no genera poder político, ni es canal de ascenso social. Por supuesto, exiten intereses en mantener vivos estos mitos, aunque sea evidente que los verdaderos concentradores de la riqueza –los adinerados y modernos renglones de la economía urbana– están de espaldas a la tierra. Su apuesta se cifra en intangibles: conocimiento, tecnología, servicios, banca o mercado de capitales, que transfieren a poquísimos bolsillos, inmensas fortunas sin mayor retorno en empleo o reducción de inequidad.

Para tener una idea, estimemos que mientras el valor del invetario ganadero no alcanza los $28 billones, los activos del sistema financiero superan 10 veces ese monto. Más aún, los activos de 3 de las empresas más grandes, representan el 77% del valor de la tierra ganadera y la cotización de las acciones de 6 firmas en la Bolsa pasa de $300 billones, el doble del hato y la tierra ganadera juntos. Pero, además, mientras en construcción, comercio o manufacturas, la rentabilidad sobre los activos es del 7%, en el agropecuario este indicador escasamente llega al 0,4%.

¿De qué hablamos entonces, cuando nos referimos a la tierra? De 50 millones de hectáreas agropecuarias, sólo 541.304 están catalogadas como “excepcionales”. Con lo cual, es válido decir que la tierra cobra valor por lo que seamos capaces de ponerle encima para hacerla producir. Es decir: inversión para adecuar y tecnificar. Una hectárea de palma, por ejemplo, requiere entre $15 y $20 millones. Entonces ¿la riqueza o la concentración están en campo? Lo dudo.

Para zanjar la discusión, observemos qué está pasando con la propuesta del gobierno para regalar 100 mil viviendas, para reducir el déficit que supera el millón de unidades en el país. El caso de Bogotá es emblemático. Con más del 15% de la población, le asignaron 8.457 soluciones, pero no hay tierra para construirlas. En consecuencia, debemos aceptar que en Bogotá, como en el resto de las ciudades, es asfixiante la concentración de la propiedad. Entonces ¿en lugar de una reforma agraria, Colombia necesitaría una reforma urbana?

Esta son las miradas que el país está obligado a abordar en la encrucijada que se avecina con las FARC. Los mitos que tejió el Partido Comunista en las Luchas Campesinas de los años 20 y las quimeras que construyó la FARC en su Segunda Conferencia –sobre la cuestión agraria– están revaluados. Las realidades sobre la tierra tendrán que ponerse sobre la mesa. Desde Fedegán impulsaremos este renovado análisis, sano y coherente con los retos de los nuevos tiempos.

*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN

viernes, 7 de septiembre de 2012

Política Agraria: ¿el comodín?

Por: José Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie

El gobierno tomó la decisión de avanzar en un diálogo con las FARC. Sin duda, se trata de una apuesta arriesgada e incierta. Pero una vez hecho público el Acuerdo, lo único que esperamos como resultado es el final del conflicto. Aunque tenemos reservas, las restricciones están a la vista. Unas provenientes de los acuerdos internacionales en la ofensiva antidrogas –la mayoría de los cabecillas están pedidos en extradición–, del mismo Tratado de Roma –que cerró el paso a la impunidad para los delitos de lesa humanidad– y, otras, del pragmatismo que inspira al proceso. Es el delicado equilibrio entre realismo y eficacia, sin los cuales sería imposible avanzar –en eso tiene razón el Presidente– y la dignidad, que no se puede entregar en la mesa. Un verdadero conflicto de ética política.

Los argumentos que esgrimió el Presidente Santos en su encuentro con los gremios, si bien tienen peso específico y tienden a garantizar el orden, la seguridad y la gobernabilidad, entrañan también un anuncio apabullante: en sus palabras, se partió de la base de no negociar los inamovibles de la economía de mercado, la libre empresa y el modelo económico, excepto la Política de Desarrollo Agrícola. Él mismo pactó la condición de negociar bajo el fuego cruzado, con el objetivo de sostener la ofensiva militar y el curso normal de las tareas del Estado y del gobierno, reconociendo las dificultades del acercamiento. Su meta: no pagar ningún costo en caso de fracasar. En consecuencia, no se perdía nada con intentarlo. El país seguiría su rumbo sin traumatismos.

Este pragmatismo político, cubierto por un conflicto de ética política, parte de una premisa: el gobierno no permitirá convertirse en “rehén del proceso”. Desde este ángulo es claro que los verdaderos problemas de este experimento van a derivar, del trofeo que se le entregó a las FARC “como punto de honor”: la política de “Desarrollo Agrario Integral”. Otra vez nos dejaron del lado de allá de la línea roja. Ya nos sucedió –valga la comparación– en la negociación con la UE, en la que se entregó como comodín al sector lechero.

El Desarrollo Rural ha sido un clamor de los renglones de la producción agropecuaria, y bandera de los gobiernos desde la década de los sesenta, pero arriada por cuenta del sesgo urbano que, desde entonces, ha marcado al modelo de desarrollo. Da coraje entonces, que lo que no ha sido posible como respuesta a las peticiones de quienes construyen riqueza en el campo, empiece a serlo como exigencia y al acomodo de quienes la han destruido.

Detrás de la exigencia de negociar el desarrollo rural ya se adivina el discurso de la reforma agraria expropiatoria. El gremio ganadero nunca será palo en la rueda de los procesos que se derivan de las leyes de Extinción de Dominio y de Víctimas y Restitución de Tierras, que buscan restituir y redistribuir las tierras arrebatadas por el narcoterrorismo en todas sus formas. Pero el gremio ganadero velará por el respeto al derecho constitucional de la legítima propiedad privada rural.

El gremio no se opone a la aspiración legítima a la propiedad de la tierra, pero dentro de un mercado abierto y transparente, y sobre todo, si la tierra está acompañada de las condiciones para convertirla en factor de riqueza. Sin una política de asociatividad para generar escalas competitivas, los pequeños propietarios no existirán para los mercados. Sin infraestructura social, sin crédito, sin riego, sin vías terciarias, la reforma agraria basada en la redistribución de la tierra, será la perpetuación de la pobreza rural.

Así no nos guste, si el Desarrollo Rural Integral se logra como exigencia de la negociación, bienvenido sea, siempre y cuando no se construya a costa de la seguridad jurídica sobre la legítima propiedad privada de la tierra, derecho que –estoy seguro– no desconocerá el Gobierno y sobre el cual FEDEGÁN será veedor celoso. Es un riesgo que estamos en obligación de advertir, sin ser tildados por ello de opositores y, menos aún, de enemigos de la paz. Como todos los colombianos, le deseamos al presidente “buen viento y buena mar” para llevar a Colombia al puerto seguro de una paz duradera.

*Presidente Ejecutivo de Fedegán.