Por: José Félix Lafaurie
Rivera*
@jflafaurie
Si existe un tema sobre el que el gremio ganadero ha realizado una reflexión
reposada y mesurada, es con respecto al asunto de la tierra. Contrario a lo
expresado por León Valencia, hemos manifestado la urgencia de acometer un
reordenamiento territorial productivo en el campo. Pero reconocemos que es un
tema álgido, que puede generar debates irracionales cargados de “ideologismos”,
en lugar de ser una oportunidad para precisar la visión que el país debe tener
sobre el desarrollo rural y sus inmensas posibilidades.
Sabemos que en la ruralidad existe un conflicto de uso del suelo, fundado sobre
el desplazamiento de la producción pecuaria desde sus zonas de vocación
natural, hacia tierras agrícolas y de ambas actividades –ganadería y
agricultura– hacia áreas poco aptas para su desarrollo. Pero éstas no han sido
las únicas responsables. La expansión de los cultivos ilícitos hacia zonas
agropecuarias, parques naturales y regiones selváticas y el avance de las
actividades minero-energéticas, han contribuido invadiendo cultivos y praderas,
dañando ecosistemas frágiles y al desmote de la selva.
Pero este reacomodo espontáneo de la producción rural se produjo al son de las
fuerzas que presionaron y presionan las estructuras productivas. Para empezar,
el mismo fracaso de reformas agrarias. Las razones están atadas a la práctica
ambigua e incipiente de entregar tierras sin el acompañamiento institucional,
sin un norte de producción, sin una oferta de bienes y servicios públicos
básicos, en ausencia de una política de democratización del crédito, asistencia
técnica y garantías de inserción en los mercados, en las que tanto hemos
insistido. A la postre, sólo se habilitó la conformación de minifundios de
insubsistencia, improductivos e inviables financiera y económicamente.
Desde el 2006, en nuestro plan de desarrollo, PEGA 2019, dijimos abiertamente
que la ganadería no puede continuar en 40 millones de hectáreas, cuando lo
puede hacer en 20 millones, incluso doblando el hato. Hemos hablado de la
urgencia de instaurar una ganadería intensiva y de dar paso a una agricultura moderna,
capaces de resolver los temas de biocombustibles y mejorar la oferta agrícola,
en aras de la seguridad alimentaria y ambiental. Una visión que pasa por la
reconversión productiva y el buen uso de los suelos. Pero también implica
nuevos recursos para crédito y mucha más inversión en infraestructura e
institucionalidad pública en la ruralidad. ¿Podemos contar con eso? ¿Esta el
país dispuesto a repensar el sector rural y generar las condiciones de
inversión pública y privada para una verdadera reconversión productiva, que
elimine el conflicto en el uso de la tierra?
Contrario a estas urgencias, que son el meollo de la Colombia del siglo XXI
para dar respuesta a la crisis agroalimentaria de que habla la FAÓ,
agobia la parálisis propositiva que no ha madurado más allá del discurso
demagógico de la reforma agraria, aderezado con la peregrina invitación a
elevar las tasas impositivas sobre la propiedad y la producción rural, ya de
por sí onerosas. Agregue las acusaciones temerarias que, como las de León Valencia,
desconocen de plano los esfuerzos de modernización que hemos emprendido con
recursos privados y el apoyo del Banco Mundial, para establecer desarrollos de
ganadería sostenible.
Aún así, me pregunto: cuál es el concepto de desarrollo rural al que se está
apostando, que no termina de poner sobre la mesa todas las piezas y que más
parecen avanzar otra vez, como lo fue en los 60s, a generar un debate
anacrónico y funesto, para que la tierra, convertida en bandera política, no
sea una variable productiva para generar riqueza y bienestar en el campo
colombiano? Otra vez la tierra y quienes vivimos honestamente de ella, no
tenemos por qué estar condenados a repetir los errores de la historia.
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