Hay sociedades que son capaces de remontar el fenómeno y el efecto devastador del terrorismo, porque todos sus ciudadanos cierran filas para cuestionar sus métodos, e incluso su motivación.
En cualquier régimen democrático, en donde los conflictos hacia el interior de una sociedad pueden ser dirimidos a través del voto o incluso, de instrumentos de resolución civilizados, usar la fuerza de las armas, o peor, el miedo, como herramienta para acorralar a una sociedad, no tiene razón de ser.
España es un país que ha sufrido, en mucha menor escala, la acción insurgente de un grupo de ciudadanos que ha pretendido imponer, por la fuerza, su visión de nación. Los separatistas vascos encontraron en el terrorismo de la ETA, desde las épocas de Franco, la expresión política de su inconformidad. La respuesta de España ha sido siempre coherente: NO AL TERRORISMO. Incluso, la respuesta del Constitucional fue categórica ante el intento del proscrito partido de Herri Batasuna de constituir por otros medios otra fuerza política que la reemplazara: NO A LA CREACIÓN DE UN PARTIDO QUE SEA EL VOCERO POLÍTICO DE UNA EXPRESIÓN ARMADA TERRORISTA, como la ETA.
Aquí en Colombia la cosa no ha sido igual. Después de décadas de violencia, tortura, extorsión, secuestros, bombazos, etc., y de la enorme desproporción de los actos de la guerrilla en términos de destrucción y sevicia contra los más débiles, aun hay quienes creen que es posible brindar espacios políticos al terrorismo armado. Los hechos recientes en la que otra vez las FARC y el ELN han venido afectando la tranquilidad pública, con los mismos actos de terrorismo y violencia, no ha tenido una respuesta categórica de ciertos sectores de la sociedad.
¿En nombre de qué doctrina aceptamos que la guerrilla hable de “efectos colaterales”? ¿Por qué opera un “doble discurso” que pregona, por un lado, la rendición, la prevalencia de la ley y la justicia, y por el otro, manda señales para buscar un diálogo que no aguanta escrutinios del DIH? No se entiende si son señales equivocas o equivocadas.
Desde cuando se estableció la primera comisión de paz encabezada por el ex presidente Carlos Lleras Restrepo, en 1981, pasando por las incontables opciones que se abrieron a partir del gobierno de Belisario Betancur, de los diálogos en México, España, Venezuela, Alemania y Cuba, de las consejerías y comisiones de reconciliación y hasta la humillante zona de despeje del Caguán, el sabor de frustración ha sido la constante de la sociedad colombiana que no encontró respuesta del terrorismo armado.
Hoy, la sistemática negativa de los grupos alzados en armas para agotar las vías no violentas, hacen moralmente inaceptable este conflicto y sus métodos. ¿Están, entonces, las FARC y el ELN dispuestas a pagar el precio de sus crímenes? ¿Acaso, para ellos, una rendición incondicional es viable?
Décadas de violencia indiscriminada y de oportunidades desaprovechadas de la sociedad, dan la respuesta. Entonces, ¿por qué menguar el combate frontal si mostró sus resultados? ¿Por qué pregonar un doble discurso que, a la postre ha dado un nuevo aire a las FARC, afectando el manejo del orden público y generando un mayor desasosiego entre quienes vivimos de cerca el incremento de los hostigamientos? ¿En dónde radica el interés, si es evidente el avance alcanzado hacia un escenario de prevalencia del Estado Social de Derecho? ¿Con qué argumentos algunos sectores de la sociedad piensan justificar lo indefensable y tapar con las manos la salvaguardia de los Derechos Humanos para justificar los actuales crimines de las FARC? ¿En qué quedará la ejecución de la Ley de Victimas?
Nada de esto será posible si la sociedad no cierra filas contra el terrorismo y cualquier manifestación de combinar todas las formas de luchas. El momento histórico demanda una respuesta coherente, porque de ella depende dejar atrás la negra época de la violencia y el terrorismo, o volvernos a sumergir en la misma. ¿Habrá derecho a repetir la historia?
*Presidente ejecutivo de FEDEGÁN.
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