El mapa de las tierras de indígenas y afrodescendientes no se traslapa accidentalmente con el de las guerrillas y las bandas criminales. Los hechos recientes en Cauca y los ataques que han sufrido estos pueblos en Chocó, Nariño, Caquetá, la Sierra Nevada y los antiguos territorios nacionales, evidencian su valor estratégico para los violentos. La indefensión de estas comunidades y las prerrogativas que les ha otorgado el Estado, a favor de su autonomía territorial y su autogobierno, las ha hecho presas de los grupos alzados en armas, que las usa como escudos humanos y para mantener cultivos ilícitos, corredores para el tráfico de drogas, armas o secuestrados. Una realidad que no podemos seguir ignorando.
A manos de la colonización armada y la coca, nuestras etnias en especial los indígenas, asisten a un retroceso real de sus derechos y son cada vez más permeadas por el terrorismo y los terroristas. Han venido perdiendo el control de sus territorios, la autodeterminación de su desarrollo y la garantía del respeto a sus vidas. Ellos mismos han denunciado el reclutamiento forzoso de sus niños y jóvenes y algunos han protagonizado disturbios, que poco tienen que ver con sus Mingas. Pérdidas que se hacen extensivas al gobierno, que de un lado, ha implementado los mandatos constitucionales para habilitar los derechos de estas minorías y, del otro, ha visto debilitada su capacidad para protegerlos.
El fuero propio que rige los resguardos y los principios de consulta y concertación previa, para el trámite de leyes y decisiones de política pública, han inhibido en buena medida, la inversión productiva y el combate a la criminalidad en los 39 millones de hectáreas, que albergan los resguardos y las comunidades negras. Limitantes que también se perciben para erradicar cultivos ilícitos o asegurar la integridad de la población y el control de sus propiedades. Condición que los grupos alzados en armas, han capitalizado exitosamente.
El desangre de estos pueblos ha sido doloroso. En 2010 el 23,2% de los desplazados correspondió a población indígena y afrodescendiente, con una tasa de 443,8 desplazados por cada cien mil habitantes de estos pueblos, que apenas suman 5.7 millones de almas. Entre 2002 y marzo de 2011 fueron asesinados 884 indígenas –un poco más que las muertes violentas de concejales, maestros y sindicalistas juntos–. Pese a su declarada neutralidad en el conflicto, o quizá por ella, los indígenas son uno de los grupos más vulnerables al homicidio.
¿Cómo entender, entonces, las demandas de nuestras etnias que sólo conducen a un mayor grado de indefensión? A pocos días de los ataques del pasado 9 de julio, la misiva de los pueblos destruidos al norte del Cauca por la acción terrorista de las FARC, apuntaba en esa dirección. Se ha sumado la marcha en Toribío y la protesta que bloqueó la carretera panamericana, que en el fondo, develan su malestar por la instalación del nuevo batallón de alta montaña para la zona. Como si la salida del Ejército asegurara el respeto al Derecho Internacional Humanitario por parte de las FARC, el ELN o las BACRIM.
Esta sociedad no puede seguir cruzada de brazos mientras se libran combates y se levantan plantaciones de coca, sobre los territorios colectivos de estas minorías. No hay derecho que mientras el Estado se esfuerza por reconocer sus garantías constitucionales, los alzados en armas, el narcotráfico y las BACRIM hagan su agosto con esas prerrogativas, asegurando una mayor pauperización, el exterminio de estos pueblos y el desasosiego de nuestra sociedad. La defensa de las etnias no se producirá, precisamente, atando de pies y manos a la fuerza pública. Necesitaríamos ser muy ingenuos.
*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN.
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