Por: José Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie
La marcha del 6 de diciembre convocó a la sociedad,
una vez más, a repudiar el crimen de guerra cometido por las FARC contra los 4
uniformados que había secuestrado hace más de 12 años, sin olvidar los
vejámenes y la violencia sin sentido, que ha protagonizado ese grupo terrorista
contra los colombianos durante medio siglo. Pero “la calle”, que el 4 de
febrero de 2008 sirvió para marcar un hito en el despertar de la protesta, esta
vez no fue tan multitudinaria, tan rotunda, tan contundente. Prefiero pensar
que la lluvia espantó los ánimos, en lugar de creer que a una parte de esta
sociedad la está devorando una disfunción moral, que le impide reprobar la
barbarie.
¿Qué está pasando? ¿Por qué no exhibimos el mismo
rechazo que mostramos ayer para condenar el terrorismo? Ya lo hicimos contra
los crímenes del paramilitarismo. Esta sociedad no dudó en descalificar sus
atroces métodos y su brutalidad. No hubo ningún actor ni estamento público o
privado, que no rechazara cualquier espacio que pudiera servir para reivindicar
sus acciones. Sin embargo, no sucede igual con los crímenes de las FARC. ¿Por
qué ese relativismo moral?
Al parecer ha prosperado el activismo de algunos
sectores de la opinión, interesados en desplegar una ideología de tolerancia
hacia la guerrilla. Pero a sus discursos reivindicativos, las FARC agradecen
con un bombazo, masacre o secuestro. Entre tanto, en el plano político ha
echado raíces la ambigüedad y otra vez se oyen propuestas de diálogo que le
hacen flaco favor al empeño de alinderar esfuerzos y cerrar filas contra el
terrorismo.
Las enseñanzas de España son elocuentes. La dimisión
de las armas de Eta, no fue el fruto de una negociación, ni del triunfo
operativo de esa organización. Sus derrotas militares, políticas y morales
precipitaron sus bases. La contundencia de las fuerzas de seguridad, una
justicia operante, la proscripción de Batasuna y la condena a rabiar de la
sociedad ibérica contra el terrorismo y su apoyo al Estado –incluso desde la
izquierda Abertzale–, hicieron irreversible su desplome. Como escribió Santiago
Montenegro: fue “un triunfo completo del Estado y la democracia española y una
derrota del terrorismo”.
El grito de la sociedad española fue nítido y sin
concesiones al terrorismo. “Deben rendirse incondicionalmente y pedir perdón a
las víctimas”, han dicho. Colombia no puede dejarse engañar otra vez. La
demanda de las FARC para un nuevo diálogo, en la conferencia de la recién
inaugurada CELAC, es una desfachatez a pocos días de haber cometido un crimen
de guerra. Esta sociedad tiene derecho a no creer después de década de
chantajes, discursos apolillados y de un conflicto, marcado por las agresiones
terroristas de las FARC, que se prolongaron y degradaron injustificadamente.
No estamos ante rebeldes, estamos ante criminales y
para ello existe una legislación, aunque moralmente parece pesar más en la
comunidad internacional que en la sociedad colombiana, al decir del intento de
reforma constitucional para establecer un nuevo marco legal para la Paz y la
Justicia Transicional, que le permitiría a los miembros de grupos armados que
se desmovilicen –gracias a un proceso de paz– ser elegidos o nombrados en
cargos públicos.
¿Qué vamos a decir a las víctimas? ¿Cómo vamos a pasar
por alto el Derecho Internacional Humanitario, los protocolos de Ginebra y la
Corte Penal Internacional? Los crímenes de lesa humanidad ya no prescriben.
Volvemos a tambalear, dudamos y si algo sabemos es que la duda mata. Y,
mientras tanto, después de 9 años de la más fuerte arremetida contra las FARC,
su frente 41 vuelve a poner un retén en Becerril-César con saldo de varios
vehículos incendiados.
*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN.
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