José
Félix Lafaurie Rivera
@jflafaurie
Se volvió lugar común el tema del gran poder
del Procurador, sobre todo por su competencia de investigación, juzgamiento y
sanción –incluidas destitución e inhabilidad– a funcionarios elegidos en las
urnas, esta última recién ratificada por la Corte Constitucional, muy a pesar
de quienes abanderan la campaña por la disminución de tal poder. Son centenares
de funcionarios, sancionados o en investigación, que estarían felices con una
Procuraduría gris, comenzando por el alcalde Petro, cuyo caso llevó el tema al
debate público.
Uno puede no estar de acuerdo con algunos
veredictos de la Procuraduría, pero despajando los casos susceptibles de
controversia, lo que hay detrás de semejantes resultados en la vigilancia de la
conducta de los servidores públicos no es una cacería de brujas, sino un
fenómeno de corrupción y abuso de poder, que conocemos de sobra, que es pan de
cada día, comidilla de coctel y tertulia de taxista, y sobre el que el país
pide una acción decidida de las autoridades.
No puede ser que cuando alguien ejerce con
decisión esa acción de vigilancia y sanción, entonces ese mismo país se levanta
contra el presunto poder excesivo del Procurador. Tenemos que ser serios.
En realidad, su gran poder no radica en que tenga demasiadas competencias sobre
demasiadas personas, sino en el ambiente de descomposición social en que le
corresponde ejercerlas.
En otras palabras, si los funcionarios fueran
realmente servidores de la sociedad, si la pulcritud en el manejo de la cosa
pública fuera la norma y no la excepción, si el robo de los recursos que
aportamos con esfuerzo no estuviera a la orden del día, si reapareciera una
refundida ética pública de servicio desinteresado, si el ejercicio de la
política volviera a ser dignificado y dignificante, entonces el Procurador, por
sustracción de materia, no tendría ese poder inmenso y, además, muy poco
oficio. Su poder se deriva de que mucha gente le tiene miedo, y le tiene miedo,
sencillamente, porque “el pecado acobarda”. Su poder se deriva de que, en medio
de la corrupción reinante, tiene mucho oficio.
Pero como estamos acostumbrados a vender el
sofá, a buscar el muerto rio arriba y a meter la cabeza en un hueco para no ver
el desastre que nos rodea, pues la solución es fácil: para evitar tan molesta
vigilancia y tan peligrosas sanciones, para seguir pelechando de la corrupción
y el desorden, hagamos a un lado al juez y pongamos uno que no pueda juzgarnos
ni castigarnos. Entonces perderá poder, mas no porque tenga menos funciones,
sino porque nadie le temerá.
La disciplina que tanto admiramos en otros
países es producto de la educación, pero también del temor a una justicia que
funciona. El profesor estricto es incómodo; el policía insobornable es
incómodo; es incómodo el catón que rechaza la impunidad para criminales que
hablan de paz mientras atacan a los colombianos. El procurador Ordóñez es
incómodo para muchos y por eso hay que sacarlo a como dé lugar, así haya que
cambiar de opinión jurídica como quien cambia de camisa. “Se voltea una
tractomula…” dicen por ahí, ¿por qué no se puede voltear el magistrado Yepes en
apenas dos meses?
Y no es un pequeño cambio de matiz, es una
voltereta de 180 grados; es estar hoy aquí y mañana en las antípodas. Esperemos
que la Sala Plena del Consejo de Estado enderece el rumbo para bien del país.
Esperemos que las reformas que se vienen no cercenen la actividad de la
Procuraduría. Luchemos por el imperio de la Ley, pero no eliminando al
vigilante, sino la necesidad de ser vigilados.
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