La temida “enfermedad holandesa”, un virus mortal del que sólo se hablaba en círculos cerrados de análisis, entró esta semana en el argot del Ministro de Hacienda. ¡Quién lo diría! Un futuro de creciente inversión extrajera y bonanza minero-energética, tienen la economía amenazada. Una avalancha estimada en 178 mil millones de dólares para la próxima década y la generación anual de US$12 billones por regalías, terminarían por sepultar el dólar a niveles fatales. Un juego peligroso –en donde son más los que pierden que los que ganan–, amerita medidas agresivas más allá de la intervención del Emisor.
Tenemos una de las monedas más revaluadas del mundo. Hoy un dólar cuesta $1.026 menos que en 2003, cuando se inició el recalentamiento del peso. Es decir, una apreciación del 36%.Desde entonces, la política del Banco de la República ha sido onerosa –ha adquirido en el mercado US$12.281 millones–. Hoy tenemos un agravante: no es posible prever el fin de la debilidad del dólar. Lo único seguro, será una revaluación de largo aliento, por cuenta de la parálisis global, que aviva la estampida inversionista hacia mercados atractivos que, como el nuestro, ofrecen mejores tasas de interés.
La doble moral de este juego radica en que los dólares llegan como langostas. Pero no nos engañemos. Las inversiones de largo plazo que se prevén se dirigen a un solo sector que, como el minero-energético, es muy rentable para sus bolsillos, pero poco intensivo en mano de obra. En contrapartida, la abundancia de la divisa agravaría la revaluación del peso, arrastrando a los exportadores y la producción nacional a medida que pierden competitividad, con efectos perversos sobre empleo, ahorro y demanda agregada. No podemos olvidar los resultados de la bonanza cafetera de los setenta o la petrolera en los noventa.
Si bien, la guerra de divisas y el relajamiento monetario y fiscal en las economías desarrolladas, han vuelto impredecibles las medidas que tome el país, ello no quiere decir que no tengamos la obligación de intentar enfriar el peso. Ya se han esgrimido algunas medidas, como el control a capitales golondrina, evitar la monetización de los dividendos de Ecopetrol, ahorrar vía impuestos a las actividades mineras y hasta la denominada “regla fiscal”, para frenar la deuda del Gobierno y asegurar una política fiscal contracíclica –de ahorro y desahorro programados– de los excedentes minero-energéticos.
Pero, además, el país podría levantar la restricción para la apertura de cuentas bancarias en dólares. La medida permitiría a las entidades financieras otorgar créditos en esa moneda, los colombianos podrían realizar ciertas operaciones comerciales o transar bienes en verdes, mantener las remesas o pagos que hacen las multinacionales a sus empleados en esa divisa e inclusive materializar en ella la inversión extranjera, sin tener que monetizar o convertir a pesos. Ello desactivaría las burbujas especulativas, facilitaría un mayor control sobre el tránsito de esa moneda en el país y, por ende, contribuiría atajar la revaluación.
No deja de ser pintoresco que en una economía global, donde las divisas entran y salen de las fronteras nacionales, en Colombia sólo unos pocos tengan la prerrogativa de tener cuentas en dólares. ¿Cuánto le cuesta al aparato productivo monetizar y volver a cambiar, generando costosas comisiones que podría ahorrarse la economía con mayor eficiencia? ¿Cuánto nos cuestan los inútiles instrumentos de control de cambios, que bien podrían quedar obsoletos con abrirle espacio al dólar en el mercado? La unidad de lavado de activos puede hacer con los dólares, el mismo trabajo que hoy cumple de manera eficiente en pesos. Es cuestión de atreverse. Entonces, ¿cuál es la razón para no tener cuentas en dólares?
*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN
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