La dramática situación que afronta más de un millón de damnificados por el invierno –pobres, entre los pobres– y, por antonomasia, los productores agropecuarios, contrasta con las ligeras críticas de algunos analistas sobre los temas rurales. Por supuesto, siempre es más fácil invertir cuando se está bajo techo, que en la intemperie. Han sido dos años sin tregua en pérdidas y dificultades para el campo, por cuenta de los fenómenos del Niño y la Niña que, prácticamente, se traslaparon con efectos destrozos que se agudizarán y se prolongarán hasta el primer trimestre de 2011.
Organismos como la FAO y Naciones Unidas ya habían predicho el mayor impacto del cambio climático sobre los países del trópico –Colombia entre ellos–, sin que aún movamos un dedo para iniciar la urgente adaptación de los sectores climáticamente sensibles. Fenómenos que antes eran esporádicos, se han vuelto más intensos e impredecibles. En Colombia El Niño se manifestó desde mayo de 2009 y para mediados de 2010, cuando ni quiera nos recuperábamos de los coletazos de las sequías, se desató La Niña con un temporal extremo de lluvias. Esta vez sin drenajes, diques de contención o dragado de ríos.
En lo corrido del año, las precipitaciones en el país se han incrementado en promedio 33% en comparación con 2009. Aunque en La Guajira, Bolívar, Atlántico, Cesar, sur de Antioquia, Santanderes, Eje Cafetero, Boyacá, Cundinamarca, Tolima o Huila se han producido aumentos superiores al 70%, e inclusive se han registrado meses dramáticos, con una pluviosidad superior al 200% frente a los históricos. No sólo las tierras ribereñas han sido afectadas por desbordamientos, sino áreas que históricamente se habían mantenido a salvo, hoy lucen anegadas.
Amplias zonas productoras hoy permanecen incomunicadas. Las vías terciarias están hechas fango, sin que los campesinos puedan sacar la muy escasa producción que sobrevive al temporal. Las inversiones en mejora de praderas, viviendas o establos literalmente se hacen agua y nadie cuantifica la muerte de semovientes, las cosechas perdidas o las plagas que se deben contener tras las inundaciones. Así es imposible programar y desarrollar una actividad con un mínimo de competitividad ¿Por qué? Contrario a lo que sucede en otras latitudes, nuestra infraestructura para la producción rural es escasa o está en muy mal estado.
Sólo hay que asomarse a Texas o Arizona, para comprobar cómo en áreas desérticas se han establecido sistemas de riego de pivote central, alimentados por caudalosos ríos, que permiten irrigar zonas distantes en más de 500 kilómetros. Europa ha hecho otro tanto en tecnologías de producción agropecuaria, o para no ir tan lejos, los casos de Brasil, Argentina o Chile, con liderazgos de competitividad tecnológica y de infraestructura reconocidos en la región.
Aquí en Colombia desde el gobierno de Laureano Gómez se ha hablado de aprovechar las ricas tierras aledañas al río Magdalena –alrededor de 5 millones de hectáreas–. Mi padre, José Vicente Lafaurie Acosta, hizo los primeros trabajos en La Mojana para darle vida y desarrollo a esa gran región en los años 50, contratado por la Tipton. No obstante, más de 10 lustros después ¿qué hemos hecho? Nada, o casi nada.
¡La sequía de ideas abunda en medio del diluvio¡ Estamos a la espera de las medidas. Al decir de la dimensión de la tragedia y de la angustia de productores y campesinos, seguramente el Congreso de la República tendrá que apropiar más recursos, vía presupuesto, para tratar de recuperar las zonas afectadas por el invierno. Un empeño que tendrá que ir más allá de apagar los incendios del cambio climático y de poner pañitos de agua tibia en materia de infraestructura productiva.
*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN
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