@jflafaurie
En pocas semanas Noruega servirá de
escenario para echar a andar el Acuerdo General que se pactó con las FARC y el
“acceso y uso de la tierra” volverán al ojo del huracán. Son los inamovibles en
las exigencias del grupo armado. Lo fueron en La Uribe, en Tlaxcala y en El
Caguán y reaparecen ahora, con su añeja y reduccionista visión ideológica, que
atribuye a la estructura de la tenencia de la tierra todos los males de nuestro
subdesarrollo. Es hora de desmontar prejuicios y desmitificar la riqueza
fundada en títulos rurales, que tanto daño le ha hecho al campo colombiano.
Aceptemos que la concentración de la
propiedad rural fue una realidad en la Conquista y la Colonia, pasando por
nuestra vida republicana hasta los albores del siglo XX. Sirvió como bandera
política de populistas, sectores de izquierda y revolucionarios, pues
representaba poder político y riqueza. Pero las transformaciones globales
alteraron las dinámicas de la economía y los sistemas de producción, incluidos
los rurales, dejando como saldo los anacronismos que nos llevaron por más de
medio siglo de reformas agrarias fallidas.
Hoy sabemos que, en comparación con los
sectores urbanos, la tierra rural no vale tanto, su concentración es relativa,
no produce la riqueza que se le atribuye, ya no genera poder político, ni es
canal de ascenso social. Por supuesto, exiten intereses en mantener vivos estos
mitos, aunque sea evidente que los verdaderos concentradores de la riqueza –los
adinerados y modernos renglones de la economía urbana– están de espaldas a la
tierra. Su apuesta se cifra en intangibles: conocimiento, tecnología, servicios,
banca o mercado de capitales, que transfieren a poquísimos bolsillos, inmensas
fortunas sin mayor retorno en empleo o reducción de inequidad.
Para tener una idea, estimemos que
mientras el valor del invetario ganadero no alcanza los $28 billones, los activos
del sistema financiero superan 10 veces ese monto. Más aún, los activos de 3 de
las empresas más grandes, representan el 77% del valor de la tierra ganadera y
la cotización de las acciones de 6 firmas en la Bolsa pasa de $300 billones, el
doble del hato y la tierra ganadera juntos. Pero, además, mientras en
construcción, comercio o manufacturas, la rentabilidad sobre los activos es del
7%, en el agropecuario este indicador escasamente llega al 0,4%.
¿De qué hablamos entonces, cuando nos
referimos a la tierra? De 50 millones de hectáreas agropecuarias, sólo 541.304
están catalogadas como “excepcionales”. Con lo cual, es válido decir que la
tierra cobra valor por lo que seamos capaces de ponerle encima para hacerla
producir. Es decir: inversión para adecuar y tecnificar. Una hectárea de palma,
por ejemplo, requiere entre $15 y $20 millones. Entonces ¿la riqueza o la
concentración están en campo? Lo dudo.
Para zanjar la discusión, observemos qué
está pasando con la propuesta del gobierno para regalar 100 mil viviendas, para
reducir el déficit que supera el millón de unidades en el país. El caso de
Bogotá es emblemático. Con más del 15% de la población, le asignaron 8.457
soluciones, pero no hay tierra para construirlas. En consecuencia, debemos aceptar
que en Bogotá, como en el resto de las ciudades, es asfixiante la concentración
de la propiedad. Entonces ¿en lugar de una reforma agraria, Colombia
necesitaría una reforma urbana?
Esta son las miradas que el país está
obligado a abordar en la encrucijada que se avecina con las FARC. Los mitos que
tejió el Partido Comunista en las Luchas Campesinas de los años 20 y las
quimeras que construyó la FARC en su Segunda Conferencia –sobre la cuestión
agraria– están revaluados. Las realidades sobre la tierra tendrán que ponerse
sobre la mesa. Desde Fedegán impulsaremos este renovado análisis, sano y
coherente con los retos de los nuevos tiempos.
*Presidente Ejecutivo de FEDEGÁN
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