Por: José Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie
El despliegue mediático para anunciar la firma de un
acuerdo inconcluso en el tema agrario, fue un golpe de opinión. Una salida de
doble filo, necesaria para el Gobierno ante la inminencia de mostrar
resultados, pues ahora las negociaciones de paz son determinantes para la
“reelección”. Pero si la pretensión era enviar un parte de tranquilidad, se
logró el efecto contrario y las suspicacias saltan a la vista. No es posible
que después de 6 meses, los plenipotenciarios escasamente arribaran al
sobre-diagnosticado rezago del campo y a las demandas, estas sí históricas, de
la inmensa deuda social con 14 millones de colombianos. Son más las omisiones y
las dudas que el catálogo de buenas intenciones de lo acordado.
La hondura del “pacto rural”, debió pasar por asuntos
de gran calado sobre los que se tendió una cortina de humo: la propiedad
privada, las tierras improductivas, la explotación minera, la inversión
extranjera, las Zonas de Reserva Campesina, la eliminación de los supuestos
latifundios o los mecanismos y condiciones para la restitución de las tierras
“ilegalmente habidas”, para dotar a 8 millones de campesinos despojados. Sólo
se necesita leer la entrevista a Catatumbo, para entender los pendientes de la
negociación rural.
A fin de cuentas, si algo han demostrado las Farc es su coherencia
para perseverar en su discurso retardatario. Y, empoderadas como están, nadie
cree que hayan bajado la cabeza para ceder a las presiones de acelerar el
proceso. En cambio, la postura del Gobierno ha sido ambigua. Poco queda de los
condicionamientos para “usar la llave de la paz” y de los inamovibles del
acuerdo general de La Habana. Ahora, en su nueva condición de rehén electoral
de las Farc, se desconoce el alcance de la letra menuda del contrato para hacer
realidad el modelo socio-económico fariano en la ruralidad. En donde, por
supuesto, es protuberante la ausencia del reclamo oficial a las Farc sobre la
usurpación de tierras que protagonizaron, pero sí en cambio, las amenazas a las
multinacionales y a la inversión privada.
Pero, más allá de si el primer punto de la agenda
quedó o no negociado, es claro que el pago de la deuda social y económica con
el campo, necesita más del tercio que le resta a esta administración para mover
la locomotora y, además, sincerar el debate sobre cuánto costará. Ese riguroso
ejercicio fiscal debe empezar por lo que realmente se negoció en Cuba, el costo
de la implementación de la Ley de víctimas y restitución de tierras, sin
olvidar las medidas para paliar los TLC, la inseguridad que campea o la
ejecutoria de los recursos de la ola invernal o del DRE.
El país no puede vivir de expectativas. Estamos frente
a promesas que no se cumplirán. Entre otras razones porque más allá del tema
rural, el éxito o fracaso de las negociaciones, depende de la suerte del marco
jurídico para la paz. Es decir, de abordar la discusión pendiente sobre los
mecanismos definitorios para la desmovilización y dejación de armas de las
Farc, la desarticulación de sus estructuras, la justicia, la verdad y la restitución
a las víctimas. Lo demás es seguir vendiendo una paz sin bases, a punta de demagogia con
la tierra. Y ahora, en actitud pendenciera y
delirante, Venezuela chantajea con retirar su apoyo al proceso de La Habana,
por cuenta de Capriles.
Realidades sobre las que mucho tienen que opinar, por
ejemplo, los campesinos testigos de las brutales masacres de funcionarios y
soldados en La Guajira o Norte de Santander que, con lágrimas reconocieron su
impotencia para auxiliarlos, por temor a las represalias de la guerrilla. O los
miles de amedrentados que habitan las actuales Zonas de Reserva Campesina, que
tras el acuerdo ven más lejos su liberación de las Farc. Y muy poco tienen para
decir, los 2 o 3 voceros de la etérea “comunidad internacional”, que en su casa
no dan tregua en separar el grano de la paja, pero en tierra ajena no
distinguen narcoterroristas.