Por: José
Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie
Hacer de
Latinoamérica y el Caribe una “zona de paz” fue la promesa de la Celac en Cuba;
una consigna hipócrita de Raúl Castro, adalid de uno de los regímenes más
trasgresores de los derechos humanos. Celac, Alba o Unasur, son la misma
patraña castro-chavista que, bajo la inspiración del Foro de Sao Paulo, busca
instaurar una zona de impunidad desde el Río Bravo hasta la Patagonia, para
perpetuar sus prácticas totalitarias bajo el disfraz de la democracia. Es
imperdonable que el
gobierno de Colombia haya acudido a esa cita perversa, traicionando los
principios democráticos que juró defender, y sin considerar la represión al
pueblo cubano ni la responsabilidad del castrismo en 50 años de terrorismo en
Colombia.
La maniobra
de la alianza de izquierda que avanza en el subcontinente no pudo salir mejor.
La presencia de 33 dirigentes pone a Cuba en el foco internacional y oxigena su
economía, que apenas respira con el petróleo chavista. No importan los miles de
disidentes desaparecidos, presos o torturados en la isla de los Castro; tampoco
la lucha de la oposición cubana por las libertades conculcadas desde hace 55
años, pues el silencio de los asistentes a la Celac exculpó los excesos de la
dictadura y convirtió a la disidencia del castrismo en un grito dramático pero
estéril como nunca.
Venezuela
avanza en la misma dirección. Destruye la iniciativa privada, amordaza a los
medios, encarcela a sus opositores con procesos sumarios ordenados por el
gobierno, y arrebata la curul de María Corina Machado, por denunciar en la OEA las atrocidades
del régimen. La lavada de manos ante el mundo corre otra vez por una
organización multilateral de bolsillo, Unasur, cuyos cancilleres van solícitos
a legitimar en Caracas los hechos que avergüenzan a la conciencia continental.
En ese
grupo estaba nuestra Canciller. De la mano de este gobierno terminamos en estos
organismos que se pregonan antiimperialistas y que buscan suplantar instancias
como la OEA y la ONU, que surgieron de una conquista universal para reconocer
la libertad y los derechos humanos; una institucionalidad que la Celac pretende
reemplazar, como un paso previo para inhabilitar la Carta Democrática y el Sistema
Interamericano de Derechos Humanos –su Corte y Comisión– sacadas a empellones
de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, ante la mirada impávida de nuestro
gobierno.
¿Cómo
pregonar adentro la democracia, el respeto a la Ley y al Estado de Derecho; y
participar afuera en instituciones que agrupan a países que desprecian estos
principios? ¿Cómo tener de garantes de las mal llamadas negociaciones de paz
con un grupo narcoterrorista, al país que nos exportó el terrorismo, y a otro
que hoy está incendiado por la violencia de sus propios gobernantes? ¿Cuánto
valen los intereses
reeleccionistas y los apoyos
al mal ponderado, pero muy aplaudido proceso de paz?
Con el
patrocinio de estos adalides de la persecución a la libertad y los derechos,
hoy negociamos con quienes quieren replicar en nuestro país el modelo de sus
mentores, comenzando por la impunidad frente a sus atropellos. Por eso la unión
de esfuerzos para restar poder a la Comisión, la Corte Interamericana de
Derechos Humanos o la Corte Penal Internacional, y desmontar su accionar sobre
esas dictaduras y sobre los desafueros que ya se advierten en la negociación
con las Farc.
A fin de
cuentas, esas instancias se han convertido en el palo en la rueda a sus
pretensiones. Una conciencia internacional que los 33 dirigentes se negaron a
escuchar, legitimando a la Celac y consolidando una cadena de pagos de favores
y salvavidas, deshonrosa al sentir de los pueblos demócratas que en la región
exigen decencia y dignidad a sus mandatarios.
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