Por: José Félix Lafaurie Rivera*
@jflafaurie
El acuerdo político en La Habana pasó con más pena, que la gloria que le
endosó el Gobierno. Salvo un par de expresiones inconclusas, que condensan los
deseos más peligrosos de las Farc, lo demás cae en la obviedad. No
necesitábamos negociar con narcoterroristas los males del régimen –siendo ellos
los principales responsables materiales–. En cambio, fueron protuberantes los
temas que evadieron. Desde cómo acreditar criminales de guerra para “hacer
política”, hasta la forma de materializar el ejercicio de la política en zonas
de conflicto, sin “la intimidación y la violencia” de las Farc. Más aún, cómo
digerir sus inconsecuentes demandas de robustecer la democracia sabiendo que la
han envilecido durante 50 años y de mantener el statu quo de
terror donde son amos y señores. ¿Quién nos explica?
Ningún demócrata se negaría a abrir el régimen a una mayor participación
política y ciudadana u optimizar las garantías de los derechos constitucionales
que ello implica. Como tampoco a modernizar el Código Electoral que data de
1986 o abocar una reforma política –la cuarta desde 2003– para ajustar la
dinámica interna de los partidos, los umbrales o la vinculación de actores o
recursos ilegales en las campañas. Pero esas reformas o el cumplimiento de la
Constitución –que incluso contempla el verdadero Estatuto de la Oposición–
están detenidas, a la espera de las órdenes de Cuba. Curioso que se cierren los
escenarios a quienes obran desde la legitimidad del Estado Democrático de
Derecho, pero se abran para quienes usan las armas como instrumento político.
Las preguntas, entonces, no giran sobre esos instrumentos del deber ser
de la democracia. De fondo, está la creación de las Circunscripciones
Especiales de Paz en zonas de conflicto –léase áreas de dominio de las Farc–.
Es decir, la consolidación de “Comunas” farianas al estilo bolivariano, sobre
9.5 millones de hectáreas y un número indeterminado de municipios de las Zonas
de Reservas Campesinas, en donde un único partido político con brazo armado,
legitimado como “oposición”, corrupto y untado de las actividades criminales
del narcotráfico y las Bacrim, tomará las decisiones. ¿Entonces de qué apertura
democrática hablan las Farc? Será la continuación de la combinación de todas
las formas de lucha, del trastoque de la transparencia y la representación
popular, de la anulación de las garantías para la libre expresión y del
irrespeto por la vida. Principios que las Farc nunca han respetado y hoy
cínicamente reclaman para sí.
Quizá la dinámica de profundización democrática de esas zonas se
conocerá al final del proceso, como otros temas verdaderamente decisivos, que
convenientemente han sido aplazados para evitar la debacle de las
negociaciones. Ahí está la promesa de una “política sin armas”, cuando las Farc
han dicho que la entrega de su arsenal está supeditada al cumplimiento del
acuerdo. Pero también, el paso automático de los máximos responsables de
crímenes de lesa humanidad al Congreso, cuando pesan condenas que inhabilitan
sus derechos políticos y la fórmula del indulto, si reconocer la verdad o
reparar a las víctimas y subvirtiendo los preceptos del bloque constitucional.
Pero estos asuntos que deberían hacer parte del debate nacional,
permanecen ocultos. Pese al crítico panorama de lo que podrían significar los anuncios
del acuerdo político con las Farc –tan inconcluso, general y ambiguo, como el
de desarrollo rural– tengo la esperanza que la propia democracia hará lo suyo
cuando sea consultada la verdadera voluntad popular, en un eventual pacto en La
Habana. Sabe este Gobierno y las Farc la repulsa que genera entre los
colombianos la idea del perdón total y la incursión de criminales a la esfera
política. Por el momento, sólo es más de lo mismo. O otro indicio de que el
circo de La Habana continúa.
*Presidente Ejecutivo de Fedegán.
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